jueves, 17 de septiembre de 2015

Constantina

Los días que toca médico pone a prueba nuestra paciencia.

Nunca le han gustado los médicos. Por eso ahora tiene médico.

No le gusta nada que haya retraso, porque de tanto tiempo sentado en la silla de ruedas empieza a dolerle su sensible lado izquierdo. Porque espera mucho rato para cinco minutos de consulta. Porque, cuando la cita es temprano, tiene que madrugar para nada, y cuando es tarde, le pisa con la hora del almuerzo. Y siempre hay retraso.

En realidad, lo que menos le gusta de todo es que ya no es dueño de su propio tiempo.


Yo me llevo la consola, y él lleva su libro electrónico, pero sé que no lo va a leer. No le gusta leer con tanto ruido. Y piensa que lo van a llamar y no se va a enterar. Aunque ya ha tenido varios gestos desagradables e impacientes a lo largo de la mañana, siempre me da pena verlo tan desamparado en la multitud de la sala de espera. Así que yo tampoco cojo la consola, y me pongo a hablar con él. Enseguida le cambia la cara. Nunca lo admitirá, pero lo agradece.

Y entonces, se queda mirando a alguien. A un hombre bastante alto y corpulento. Le pregunto qué pasa.

-Ese hombre es de mi pueblo.

Ni me molesto en dudarlo. Tiene la memoria más impresionante que he conocido nunca. Le pregunto si quiere que le llame sabiendo que me va a responder que no. Bueno, si pasa cerca lo llama él. Miro al hombre, y como si fuera una estrella fugaz, le pido en silencio que pase por nuestro lado del pasillo.

Y pasa.

-¿Usted es de Constantina?

El hombre se para ante el gesto de su mano, y el hombre alto responde que sí, y afirma más que pregunta que él también lo es. Pregunta por el mote, y el hombre alto responde que no, que ese es su primo. Claro, es que tienen el mismo aire familiar. Aun así, se conocen, de la pandilla de niños del pueblo. Es del otro colegio, con el que se metían en guerras de pedradas.

El hombre alto recuerda su nombre al cabo del rato. Ha preguntado muchas veces por él, porque hace años que no va al pueblo. Desde que se fue a estudiar a Sevilla, hace cuarenta años, lo visitó pocas veces. Y desde que su madre murió, no fue capaz de volver.

Hablan. De los maestros, de los compañeros del colegio, de las pandillas, de las trastadas que hacían los niños hace cincuenta años, que hoy día resultan bárbaras. El hombre alto es digno de su pueblo y enseguida se dispone a explicarme con toda confianza algunas de las cosas que hacían. Mi padre ríe y completa su discurso. Yo río por sus anécdotas, y confío en que el lagrimeo parezca de la risa. Pero la realidad es que me emociona su emoción, el brillo de sus ojos mientras recuerda el pueblo.

El hombre alto está allí porque tienen una carnicería y su mujer se ha cortado. Le pregunta por qué está allí él, porque la pierna parece jodida. "Me dio una congestión". Sonrío para mis adentros, porque nunca la ha llamado así. Cuando enseñaba lengua insistía en la importancia de adaptar el lenguaje al contexto. Imagino que utiliza esa palabra para asegurarse de que su paisano comprende, sea cual fuere su educación más allá del colegio.

Resulta que es el jefe del hijo de su vecina de toda la vida, que de vez en cuando le llama con el cariño de quienes han vivido puerta con puerta. Pienso lo pequeño que es el mundo, lo pequeña que es Constantina, y lo pequeño que es el pasillo del policlínico.

Hablan durante un buen rato, hasta que la mujer del hombre alto sale de la consulta. La mujer y él también se reconocen. Ella tiene el deje del pueblo en la voz. Lo reconocería en cualquier parte del mundo.

El hombre alto insiste varias veces en lo mucho que se ha alegrado de verlo. Y le da una tarjeta con su teléfono.

-Llámame. Y si alguna vez vas por allí, ya sabes que tienes casa.

Le estrecha con fuerza la mano al hombre alto y mira cómo se alejan por el pasillo con una mueca de tristeza, desfigurada por la asimetría en el tono facial. Antes de la "congestión" nunca lo vi llorar, hoy día sigue conteniéndose todo lo que puede para no llorar, más delante de tanta gente. Pero me emociona su emoción, y a él la mía.

Me dice que por la tarde llamará a su vecina para contarle la curiosa coincidencia. Le digo que de vez en cuando también podría llamar a su antiguo amigo, para charlar y revivir buenos momentos de infancia. Asiente convencido, animado por la idea.

Temo conocerlo demasiado bien, y temo que ese ánimo le dure poco. Sé que le parece imposible volver al pueblo, más imposible todavía en las circunstancias actuales.

Pero, al menos por hoy, dejo ese realismo a un lado y me gusta pensar que algo ha cambiado.

Me gusta pensar que, esta tarde, en su paseo de ejercicio por la casa, sus pasos son más vigorosos que de costumbre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario